Don Manuel era un hombre entrado en los años
30, no era viejo… tampoco joven, cuando llegó, era un misterio de dónde venía,
solo había aparecido de la nada un día en el pueblo, después de preguntar y
recorrer el territorio al fin se asentó en una casa de esquina y decidió abrir ahí
una botica, oficialmente desde ese tiempo sería el boticario.
La niña María era viuda, un poco altiva y el
complejo de mujer chiquita había forjado su carácter independiente y autosuficiente,
no se llevaba con nadie, era huraña desde siempre y no contaba a nadie su vida.
Tenía pocos amigos de confianza, aunque había vivido siempre en aquel pueblo; un
tiempo fue maestra y aunque le gustaban los niños, nunca tuvo hijos cuando
estuvo casada, su esposo había muerto en circunstancias muy extrañas tres años atrás.
Don Manuel tenía un rostro muy afable, era
risueño y tenía la facultad de caer bien a primeras, pero nadie sospechaba que
mantenía mecanismos de defensa que lo hacían un hombre impermeable en sus
emociones.
Ella no sentía desde hacía mucho tiempo una
simpatía especial por nada, ni por nadie, sentía un afecto medido y distante
con su familia de la cual se había desprendido el día de su casamiento y que
cuando enviudó, prefirió quedarse en su casa y no regresar, disfrutaba mucho la
soledad y el tierno arrulló de los boleros que escuchaba en un tocadiscos
enorme.
La primera vez que se vieron fue en el viejo
cine del pueblo, iban a pasar esa noche una película de Cantinflas y cada uno
decidió ir a verla, sin saber que se
encontrarían con el otro.
El cine no era más que una casa enorme, con
sillas plegables de madera, muy incómodas, al fondo del salón estaba una enorme
lona blanca sostenida con lazos desde el techo, donde eran proyectadas las
películas una vez a la semana; de alguna manera, ese remedo de sala de cine era
otro punto de encuentro en el pueblo, a parte de la iglesia, la cantina y la
unidad de salud. Como era de suponer, todos esos lugares estaban alrededor del
parque central.
Aquella noche ella se puso un vestido negro
con diminutas flores de colores que le daban un poco de brillo, como era menuda
de cuerpo el enorme vestido hasta el suelo era nada más una excusa para
imaginar que ella en realidad no existía. Todos en el pueblo pensaban que
sufría desde que se quedó viuda, pero no era así, se sentía feliz y satisfecha
con la vida que tenía, esos tres años le habían servido para pensar en qué
quería para ella misma, no tenía obligaciones ni responsabilidades más que
consigo misma. Al poco tiempo que su esposo murió decidió abrir la única
librería del pueblo, el negocio ocupaba la primera sala de su enorme casa, los
libros no estaban dispuestos solo en libreras, era tan grande la cantidad de
éstos que la mayoría estaban apilados sobre el suelo, sobre unas cuantas mesas
de madera formando pilares de ediciones olvidadas, estaban dispuestos en tal
desorden que aquello parecía un laberinto intelectual.
Él se puso su traje café para la ocasión, decidió
ir a distraerse un rato pues todavía estaba en el trabajoso afán de ordenar la
botica y eso lo tenía con algo de tedio, recientemente habían llegado por
correo los potes para cada una de las plantas y sustancias propias de un
farmacéutico, don Manuel nunca había ejercido el oficio aquel, pero estaba
entusiasmado y había estado leyendo vorazmente un libro sobre el tema, no le
parecía demasiado complicado aquello de preparar remedios, era cuestión de
seguir las recetas, ya había hablado con los dos doctores y con el dentista del
pueblo, para anunciar la apertura de su botica, pues antes de eso, todos tenían
que ir hasta el siguiente pueblo para procurarse remedios o recurrir a la niña
Tomasita, la viejita que ya se dedicaba a robar oxigeno sobre esta tierra, ella
les recomendaba alguna planta medicinal, pero como la niña Tomasita iba cada
vez en detrimento de su humanidad ya no se confiaba mucho en su criterio, no
fuera a ser que resultara peor el remedio que la enfermedad, así que la llegada
de don Manuel y la apertura de su botica le cayó muy bien al pueblo.
Ya las personas más osadas habían pasado un
interrogatorio a don Manuel, para ver si podían averiguar de dónde venía y cuáles
eran sus referencias y referentes, pero poco habían podido averiguar, lo que
estaba claro era que estaba soltero, o al menos eso se asumió porque llegó
solo, sin mayor equipaje, más que una valija vieja y algo polvosa que
aparentaba llevar en su interior insinfinidad de cosas, lo cual no era cierto,
pues solo llevaba dos mudas de ropa, tres libros y una pistola del siglo pasado,
más ornamental que letal.
Aquella noche estaba fresca, como todas la
noches en los pueblos que están incrustados en las montañas; antes de salir,
ella tomó su chal y su monedero que contenía el dinero que había reunido
después de haber vendido tres libros esa tarde. Él al salir de su casa se
aseguró de dejar bien puesto el cerrojo y el candado e inició su silente
caminata hasta el cine.
Al llegar ella pidió su entrada en la
boletería, lo pagó y entró a la sala de espera, no sintió la presencia del
hombre que estaba justo detrás de ella esperando su turno para comprar su
entrada. Él la vio, le llamó la atención su moño hecho de trenzas, la nuca
limpia de ella, el inicio de su vestido. No le vio el rostro. Repentinamente
sintió un estremecimiento. “Calma” pensó para sí mismo, mientras veía cómo ella
compraba su boleto. Tuvo que respirar hondo para recomponerse y hablar
normalmente con la señorita de la boletería.
Entró a la sala de espera, justo en el
momento en el que empezaron a revisar los boletos para entrar a la sala de
proyecciones, alcanzó a ver a la mujer cuando entregaba su boleto y entraba a
la siguiente sala. “Viene sola” pensó para sí. En ese momento apeló a su
raciocinio y concluyó que aunque ella fuese sola, él no se le acercaría, no le
hablaría, no pasaría nada extraordinario que pudiera procurar un encuentro
cercano.
La niña María entró a la sala buscó un
asiento en medio, ni muy adelante, tampoco muy atrás, durante la semana había
estado meditando en si era conveniente ir o no a la función, siempre se
encontraba alguien que insistía en sostener una conversación que ella no
deseaba bajo ninguna circunstancia. “Calma” pensó para sí misma, el mundo no
iba aquella región despoblada deseaba,
tenía que aprender a ser tolerante y aceptar que la gente siempre busca las
excusas más inverosímiles para hablar estupideces. Ellos eran así, ni
modo. Se había hecho a la idea de saludar
de manera amable si le hablaban, no iba a haber más remedio. Estaba sumergida
en ese pensamiento cuando sintió que un hombre se sentó en el asiento contiguo
al suyo, solo que en la fila anterior a la suya. Casi instintivamente giró su
cuello unos cuarenta y cinco grados para echar una miradita de reojo, la
presencia de esa persona no le parecía conocida, ella conocía a la mayoría de
habitantes del pueblo y ese hombre no estaba en su registro. La miradita duró
unos breves segundos y le bastaron para saber que era un desconocido. Se
acomodó en su silla y se concentró en la pantalla donde habían empezado a salir
las letras de presentación de la película.
La película transcurrió entre risas y es que
Cantinflas es infalible en el oficio de sacarle la melancolía a cualquiera a
golpe de palabras, era una suerte que don Roberto, el dueño del cine, pudiera
conseguir las películas tan pronto para pasarlas en el pueblo, apenas habían
pasado dos años desde que “El portero” se había estrenado en los mejores cines
de San Salvador y ellos ya habían tenido la oportunidad de ver tal obra de arte
en su pueblo.
Al finalizar la película todos los asistentes
buscaron la salida, don Manuel estaba a la orilla del pasillo central cuando la
niña María pasó a su lado, vio su silueta, era pequeña y percibió el olor de su
ropa muy limpia. Le dio el paso y luego la siguió. Ella pudo ver la silueta del
hombre que se sentó justo detrás de ella, le pareció alto, claro que a ella
todos le parecían altos debido a su escasa estatura. Misteriosamente sintió
curiosidad. Nunca lo había visto. “será un forastero de paso por el pueblo”
pensó. Al salir a la sala de espera, donde ya había más luz, escuchó que don
Roberto saludó al desconocido:
- Don Manuel, que bueno que vino hombre!
- Gracias don Roberto, me acordé que me dijo que hoy era la función,
vine para distraerme un rato, la casa está hecha un desastre todavía.
- Hombre, no se preocupe, mañana le vamos a ayudar un rato, le voy a
decir a don Fidel que nos eche una manita también.
- Se le agradece.
La niña María alcanzó a escuchar la
conversación antes de salir a la calle, “no está de paso” pensó. En ese
instante le cayó el veinte, a ella qué le importaba todo aquello. Siguió su
camino a su casa, al llegar se prepararía un café y leería gran parte de la
noche, como era su costumbre.
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