viernes, 22 de febrero de 2013

El Hotel

Don Mario puso su maleta en el piso, justo al lado de la cama de la habitación. Dejó caer su peso mientras  expiraba un profundo suspiro. Estaba cansado. 

No recordaba cuándo vio a Judith la primera vez, solo recordaba que le pareció la criatura más desamparada del mundo, quiso abrazarla en ese instante. El recuerdo era tan lejano que se sabía demasiado viejo para tales nostalgias. No lo podía evitar.

Mientras recordaba a la mujer con la que vivió durante años, dejó que su cuerpo tomara posesión de aquella amplia cama. Cama para dos. Ahora estaba solo. No recordaba cuándo vio por última vez a Judith, solo se sabía la criatura más desamparada en ese momento, quiso uno de sus abrazos de refugio. 

Mario Mendoza había trabajado duro durante toda su vida, tuvo amantes, amigos y dicha, conoció a Judith, su esposa cuando ya todos sus coetános celebraban el décimo aniversario de sus vidas en pareja. Distintas razones hicieron que Mario y Judith no le vieran la gracia a eso de casarse, compartieron y vivieron como les pareció buena idea. Los papeles y la legalidad no eran importantes para la apariencia, fue hasta que decidieron abrir un pequeño negocio y por cuestiones de legalidad financiera decidieron firmar un papel que aseguraba que eran marido y mujer. Al llegar de la alcaldía aquel día, luego de que la sociedad los reconociera como marido y mujer, pusieron el acta en un folder en alguna gaveta de un mueble de la casa y la olvidaron, hasta el día en que ella murió y don Mario fue a buscar el papel para asegurar que aquel cadáver era el de su mujer. 

Don Mario estaba acostado, descansando de su largo trayecto cuando tocaron a la puerta. "¿Quién será?" se preguntó, con ese esfuerzo típico de los abuelos con reumatismo se levantó y se acercó... "¿Quién?", al otro lado una voz femenina dijo que llevaba una cortesía del hotel, el anciano abrió la puerta y se encontró con una niña-mujer que empujaba una mesa con rodos, en ella una bandeja de frutas y vino ligero. Refunfuñando en sus adentros don Mario dio una propina a la chica y cerró la puerta cuando ella salió. "No molestar" colgaba de la perilla de la puerta, para asegurarse de no ser interrumpido. 

Trató de recordar por qué estaba ahí, qué lo había llevado a México de nuevo. La ciudad ahora no le pareció tan espectacular como cuando años atrás se la describió a Judith, en aquella ocasión él fue por trabajo y ella no pudo acompañarlo, hizo el intento de reunirse con Mario pero fue imposible, el trabajo que tenía en ese momento la tenía aprisionada. Él nunca comprendió eso, cómo era posible que una mujer como ella fuera incapaz de soltarse un poco de sus obligaciones laborales, siempre le molestó (en el fondo) esa obsesión laboral de ella. La odio un poco, por no haberlo acompañado. Levantó la tapa que cubría la bandeja de fruta y vio lo que le habían llevado. Con desdén comió el primer trozo de papaya, pensando que a ella nunca le gustó la papaya. 

Durante años de convivencia hicieron planes para viajar, cada plan, con presupuesto e itinerario incluidos, era como una travesura que espera a los niños adecuados para ser perpetuada. Las obligaciones, el negocio, la rutina y algunos miedos les fueron arruinando los planes a larga distancia, sin embargo, cada vez que podían se escapaban el fin de semana para recorrer su país, buscaban matar el tedio, buscaban refugio en el camino. 

Cuando Judith murió, Don Mario se hizo el propósito de ir a los lugares que dijeron a los que viajarían, haría las cosas que dijeron que harían, buscaría hacer recuerdos sin ella, buscaría la forma de perder su recuerdo en alguna maleta en el aeropuerto. La extrañaba, más de lo que se imaginó algún día extrañarla. Eso le provocaba un sentimiento encontrado. "Son tonteras" pensaba para sí.

Fue al baño, se lavó la cara, se enfrentó a la imagen que le devolvió el espejo, se sintió más viejo de lo que en realidad era, pensó que no valía la pena estar tan molesto, a Judith siempre le impresionó su capacidad para ser gruñón y cada vez que podía, se lo decía. Decidió, mientras se secaba el rostro, que disfrutaría su viaje. 

Hizo lista mental de los sitios a los que tenía que ir: Bellas Artes, Chapultepec, varios museos, pero principalmente el de Frida Khalo, al Zócalo... siete días serían pocos. Puso su maleta sobre la cama, la abrió, sobre todas las cosas había una tarjeta, era una postal... "Las dos Fridas", pintura favorita de Judith. La tomó, la contempló y pensó que algo así fue Judith, siempre parecía dos mujeres distintas, estaba la mujer racional, la que todo calculaba, la que era práctica y desenfadada y estaba la otra, la distraída, la pasional, la fúrica, la que se liberaba en cada uno de sus besos. No entendió cómo la había "aguantado" tanto tiempo.

Se acostó, puso la tarjeta sobre su pecho, recordó el primer dolor que le dio aquella mujer, haberse muerto antes de llegar a México había sido una infamia, una traición a sus sesenta y pico de años. Estaba cansado, con la pasividad propia de los ancianos, fue durmiéndose... "Buenas noches Judith" murmuró antes de morir. 

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